Dóciles al Espíritu Santo
Nuestro
Señor Jesús lo quiere: es preciso seguirle de cerca. No hay otro camino. Esta
es la obra del Espíritu Santo en cada alma –en la tuya–, y has de ser dócil,
para no poner obstáculos a tu Dios.
Para concretar, aunque sea de una manera muy
general, un estilo de vida que nos impulse a tratar al Espíritu Santo ‑y, con
El, al Padre y al Hijo‑ y a tener familiaridad con el Paráclito, podemos
fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad ‑repito‑, vida de oración,
unión con la Cruz.
Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu
Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros
pensamientos, deseos y obras. El es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina
de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar
conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios
espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando
cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los
que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.
ESPÍRITU SANTO NOS CONFIGURA CON CRISTO
La Santa Misa nos sitúa de ese
modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de
la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz
de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la
Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en
nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando
participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos
la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura
con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero,
asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús.
La efusión del Espíritu Santo,
al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El
Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra
vida; y consummati in unum, hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser
entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de
unidad, vínculo del Amor. (Es Cristo que pasa, 87)
La venida
solemne del Espíritu
Tres puntos importantísimos para arrastrar las
almas al Señor: que te olvides de ti, y pienses sólo en la gloria de tu Padre
Dios; que sometas filialmente tu voluntad a la Voluntad del Cielo, como te
enseñó Jesucristo; que secundes dócilmente las luces del Espíritu Santo (Surco,
793).
La venida solemne del Espíritu
en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una página de los
Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la
que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad
cristiana (...)
La fuerza y el poder de Dios
iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la
Iglesia de Cristo, para que sea –siempre y en todo– signo levantado ante las
naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios (Cfr. Is
XI, 12.). Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar
con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos
libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la
Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría
y de esa paz que Dios nos depara (...).
La tradición cristiana ha
resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo
concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a
nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los
movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace
nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo realiza en el mundo las obras de
Dios: es –como dice el himno litúrgico– dador de las gracias, luz de los
corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo, consuelo en el llanto. Sin
su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso, pues es El quien
lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien enciende lo que está frío, quien
endereza lo extraviado, quien conduce a los hombres hacia el puerto de la
salvación y del gozo eterno (De la secuencia Veni Sancte Spiritus, de la misa
de Pentecostés). (Es Cristo que Pasa, nn. 127-130)
Ven,
Santificador Omnipotente
¡Sé alma de Eucaristía! -Si el centro de tus
pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos
de santidad y de apostolado! (Forja, 835)
Hablaba de corriente trinitaria de amor por los
hombres. Y ¿Dónde advertirla mejor que en la Misa? La Trinidad entera actúa en
el santo sacrificio del altar.