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sábado, 23 de enero de 2010


IDEAS FALSAS DE DIOS

¿Ama Dios el sacrificio, la penitencia y el sufrimiento? ¿Quiere Dios la pobreza? ¿Es Dios enemigo de la felicidad del hombre, de su bien, de su buen humor, de su placer, del bienestar? ¿Prefiere Dios la parálisis y frustración de sus hijos, su dolor y aburrimiento?

Creo que Dios es bueno, es Amor, y no quiere nada de todo esto que el hombre rechaza como malo. Dios quiere nuestra felicidad más que nosotros mismos y todo lo que desea es que la alcancemos, más que cualquier madre para con sus hijos. “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mi perpetuamente” (Is 49,15s).
Sabe bien que para ser felices necesitamos la libertad verdadera propia de sus hijos, de personas de fe, sin ataduras ni apegos a nada de lo pasajero, sino tan sólo a Él, a lo eterno, a los bienes de lo alto que no pasan. La felicidad ficticia y pasajera de la carne no es verdadera felicidad, y no debo apegarme a ella, pues puede perderse en cualquier instante y sólo genera adicción, esclavitud o vicio. Necesitar de ella sería precariedad lastimosa, pues estaría condenado al fracaso constante, no le deja a Dios su lugar, cree necesitar de otras cosas para sostenerse en pie y ser feliz.
Dios quiere que sea libre, que le conozca, que me abra a su Espíritu de Amor, pues así es como amaré y así seré verdaderamente feliz, no por momentos sino de forma estable, como actitud de vida.
No tener más maestro, padre, jefe ni guía que a Él (cf. Mt 23,8-10) que es nuestro buen pastor (Jn 10,10s). Tantos falsos pastores crean en nosotros ideas falsas, necesidades ficticias, creencias absurdas y engañosas que nos llevan a buscar la felicidad donde no está.
Cristo quiere más que nadie nuestra vida feliz, abundante y plena, pero Él no nos engaña como los vendedores del mundo, que nos prometen lo que no nos pueden dar. Jesús nos traza el camino verdadero, no nos da promesas engañosas ni caminos falsos de vida. El camino de la felicidad y la vida es el de vivir lleno del Amor de Dios que es derramado en nosotros por el Espíritu Santo. Él nos invita a salir de nosotros mismos, a amar, y ahí encontramos paradójicamente la felicidad verdadera; no en nosotros mismos, no en el egoísmo, sino en el amor, pues esa es nuestra identidad más profunda: imagen de Dios – amor.
Así, la felicidad está al alcance de todo ser humano, del más rico como del más pobre, pues no nos viene por lo que tengamos o dejemos de tener, sino por lo que vivamos. No necesitamos de nada más que de Dios, que está siempre a nuestro alcance, dándose a nosotros sin medida, dándole sentido y esperanza incluso a la cruz de cada día, a lo que consideramos desgracias, asegurándonos que nada nos puede separar de su amor infinito que nos encamina a la eternidad feliz (cf. Rm 8,35ss). Basta abrirle a Él mente y corazón para convertirnos en los más ricos y felices. Como también cerrarnos a Él convierte a cualquier persona, por rica de dinero que sea, en la más pobre y miserable; limitada a la precariedad de lo físico, material y pasajero, como hojita que zarandea el viento.
No es lo exterior lo que nos da ni nos quita nada. Estamos habituados al victimismo, a justificar nuestras desgracias y angustias echando la culpa a todo lo que nos rodea: personas indeseables, políticos, mundo, sociedad, tráfico, gente,… pero, como dijo Jesús (Mc 7,18.20s) no es lo que viene de fuera lo que contamina al hombre sino lo que sale de dentro de nosotros, eso es lo que nos hace buenos o malos, felices o infelices. ¿Dejas que salgan de ti frutos de la “carne”, del hombre animal: ira, soberbia, avaricia, envidia…? ¿O bien frutos del Espíritu, del hombre nuevo en Cristo: amor, gozo, paz, bondad, mansedumbre…? Lo que dejes salir de ti es lo que te construye o lo que te destruye. Nada del exterior puede destruirte si tú no quieres, si tú no lo conviertes en mal fruto.
No podemos recibir todo, hay que saber hacer ojos ciegos y oídos sordos a lo que no viene o no es de Dios, tener como filtros para no infectarnos del mal al igual que evitamos comer una comida si vemos que está estropeada y que puede hacernos daño. Somos libres para decidir tanto lo que entra en nosotros (lo que escuchamos, a lo que ponemos atención, a lo que damos o no damos importancia) como lo que sale de nosotros (gestos y palabras de amor o de desamor, constructivas o destructivas). Se trata, pues, de saber discernir entre lo que conviene y lo que no, lo que destruye y lo que edifica, para escoger con sabiduría y dar siempre fruto deseable, pues el malo no sólo afecta negativamente a los demás, sino que también y principalmente a uno mismo.

¿Crees que Dios te quiere feliz o infeliz? ¿Qué clase de felicidad quiere Dios para nosotros y dónde la podemos encontrar?
¿Qué clase de frutos han encontrado en ti los que te rodean, buenos o malos? (piensa en amigos, familiares y otras personas). ¿Crees que hay alguna relación entre los frutos que salen de ti y la felicidad o infelicidad que tienes?