El ego no es facilitador de buenas
relaciones, sino al contrario, sólo sabe de sí mismo, de su propio modo de ver,
de su querer e interés. Le molesta mucho verse reflejado en otros. Le fastidia
enormemente que otros quieran lo mismo que él, tengan los mismos errores y
debilidades que él, y caigan en lo mismo que él, pues con esfuerzo se domina y
le molesta que otro no logre dominarse, y no se esfuerce más. Peor si el otro
sale con la suya y alcanza lo que él también quisiera pero no puede alcanzar.
Revisa si lo que te molesta de alguien no
tiene que ver con este desorden egoísta y quiere dominarlo, aunque el otro no
sepa o no pueda dominarlo. La recompensa o premio no es que gane mi ego, sino
que gane Cristo. Esa es la verdadera victoria a celebrar. No se trata de dar
por su lado al ego, sino que es a Cristo a quien hemos de agradar y servir, no
a nosotros mismos.
Cada persona tiene una subjetividad, con
pecado, errores, sesgos, prejuicios, ignorancia, emociones, irracionalidad,
racionalidad etc. es legítimo todo esto en ti y en todos. No quieras que los
demás toleren y soporten lo tuyo sin tu poder tolerar ni soportar lo de los
demás.
Partamos de la base de que de esto tenemos
todos y tratemos de dejar el ego y las emociones a un lado, para poner sobre la
mesa razones, ideas, propuestas, etc. siendo siempre respetuosos con las ideas
y propuestas de los demás, o incluso con los límites que nos impone el pecado
propio y el de los demás, así como los límites de las limitaciones e
imperfección de los hermanos, su desconocimiento, su voluntad, incluso por los
cargos de autoridad que ocupan a los que he de someterme como cualquier
trabajador, religioso, o miembro de una familia.
Es básica la capacidad de aceptar las
limitaciones que la vida impone: las propias, las del país, las del gobierno,
las de libertades mal empleadas por el pecado de cualquier prójimo, las limitaciones,
o incluso necedad y pecado de los hermanos que nos rodean.
Hemos de saber respetar la subjetividad del
otro como la propia: sus características de personalidad, sus prejuicios
irracionales, miedos absurdos, limitaciones, gustos, caprichos,
desconocimientos, atrevimientos, torpezas, ignorancia, todo ello legítimo, como
propio de la condición humana, pero he de aceptar incluso el pecado ilegítimo,
culpable, aunque comprensible, por el egoísmo humano, por la falta de dominio,
por la desobediencia a Dios, por caer en tentación, etc.
Nadie hemos de vivir aferrados a nuestra
propia subjetividad y egoísmo. Hemos de aceptarnos para poder aceptar a los
demás, amarnos con nuestros límites y carencias, para también poder amar los
límites y carencias de los demás.
Desapegarnos de nosotros mismos, de nuestra
propia voluntad, para procurar siempre no nuestra voluntad sino la de Dios. Y
aun así no podemos estar seguros de nuestro propio discernimiento de la misma
por encima del discernimiento comunitario. Todos vivimos sometidos a
obediencia, aunque creamos que la obediencia no nos guíe conforme Dios
quisiera, no podemos nunca fiarnos más de nuestro propio criterio.